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Otra vez octubre


Por: Verónica Córdova
Un documental de Tristán Bauer comienza con una grabación que el Che hizo para su esposa, a modo de despedida antes de su viaje a Bolivia. Su voz intensa, con el acento gaucho difuminado por sus años en Cuba, susurra: “Hay golpes en la vida, tan fuertes... Yo no sé! Golpes como del odio de Dios” (César Vallejo, Los Heraldos Negros).
Golpes como saber de la muerte de tu madre mientras te vas en asma en una selva africana. Golpes como mirar los ojos de un enemigo que viene a regodearse en tu derrota, escuchar cómo matan a tus amigos en el aula contigua, y sufrir la indignidad de que te corten las manos.  “Esos golpes sangrientos son las crepitaciones de algún pan que en la puerta del horno se nos quema” (Ibídem).
Con su grupo guerrillero atrapado en un cañadón sin salida; con su fusil destruido; con su pierna derecha herida por una bala. Prisionero. Derrotado. Asesinado. Su cadáver exhibido al mundo como un trofeo. El Che en octubre es la encarnación misma del fracaso.  “Serán, tal vez, los potros de bárbaros Atilas; o los heraldos negros que nos manda la muerte” (Ibídem).
Y sin embargo, la imagen de un hombre pálido, desnutrido, mirando a la muerte con los ojos abiertos y transparentes, logra un efecto contrario al esperado: convierte al hombre real, de carne y hueso, en un símbolo que se impone al tiempo y al fracaso.
Una vez muerto, fotografiado, hecha una máscara de cera con su rostro, cortadas sus manos, fue cargado como leña en una volqueta junto a seis de sus compañeros. Bajo la persistente lluvia vallegrandina fue enterrado a escondidas en una pista baldía. Así, se suponía, se iba a borrar su memoria; se iba a evitar que su cuerpo sea disputado por Argentina, por Estados Unidos, por Cuba; se iba a impedir que su tumba se convierta en sitio de peregrinaje. Una vez más, el efecto es el contrario: sin una lápida donde grabar su nombre, una provincia entera se convierte en mausoleo para sus seguidores.
Y es más: una creencia andina se apodera del símbolo y lo domestica. Habiendo muerto joven, bello y fuera de su tiempo, el Che se convierte en una “almita”: sus pies descalzos vagan por las calles adoquinadas de Vallegrande, a veces seguidos por un grupo de músicos. La gente dice verlo en las casas oscuras, su imagen se apodera de muros, camisetas y altares. Su nombre es repetido en plegarias y misas: “Almita del Che, haz que llueva”. “Almita del Che, haz que encuentre a mi ternero perdido”. “Almita del Che, tú que eras médico, cura a mi hijo”.
Treinta años más tarde, un grupo de científicos cubanos localiza el lugar exacto donde está enterrado. Una tarde de sábado, rodeados de periodistas y curiosos, finalmente revelan el misterio: una chamarra verde olivo, un cinturón negro, un cráneo, un esqueleto sin manos tirado boca abajo. El Che es removido de la fosa, colocado en una caja de manzanas, sacado a escondidas, cubierto con una bandera, trasladado en avión hasta Cuba.
En ese momento pensé que se había cometido un error terrible. No hay mejor forma de desacralizar un símbolo que exhibiendo su calavera. Mientras no se supiera dónde estaba, el Che estaba en todas partes. Al encontrarlo, desenterrarlo y ponerlo en un mausoleo, Cuba estaría logrando lo que la CIA no pudo: enfatizar su derrota, robarle su almita milagrosa, hacer que descanse en paz, finalmente. Es otra vez octubre, a casi 20 años de entonces, y la duda persiste.
“Y el hombre... pobre... pobre! Vuelve los ojos, como cuando por sobre el hombro nos llama una palmada; vuelve los ojos locos, y todo lo vivido se empoza, como charco de culpa, en la mirada”. (César Vallejo, Los Heraldos Negros).
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