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Sin pena ni gloria


Por: Verónica Córdova
El Día del Cine ha pasado sin pena para los exhibidores de este arte, quienes han recibido a multitudes en las salas cobrando una entrada de Bs 10, y sin gloria para los cineastas bolivianos, quienes probablemente se encontraban persiguiendo contratos publicitarios, escribiendo ilusorios proyectos o dedicándose a cualquier otra cosa que pague el chairo.
Cuesta decirlo, pero tal parece que el arte más esencial de nuestra era, ése que moldea mentes y corazones, que genera la imagen propia y la imagen del otro, que apuntala ideologías e imperios, que mueve trillones de dólares y que se apodera de la imaginación de niños y jóvenes en todo el mundo, ese arte precisamente en Bolivia yace en el más espantoso limbo.
No es que no se hagan películas en el país. Una tesis de licenciatura de la Universidad Católica investigó, catalogó y clasificó un total de 86 películas de largometraje de ficción, producidas y exhibidas en la década de 2003 a 2013. Este número es todavía muy conservador si pensamos que hay en ese periodo muchas películas rodadas pero no terminadas, o terminadas pero no estrenadas, o estrenadas solamente en DVD. El número se achica todavía más si tomamos en cuenta la multitud de documentales y los cortometrajes y animaciones producidos en este fructífero ciclo del cine boliviano.
Sin embargo el espectador no lo sabe. El exhibidor no se inmuta. El crítico es duramente criticado por criticar. Los cineastas siguen fragmentados. La Ley de Cine sigue en la congeladora. El fondo de fomento sigue matando civilmente a los que se atrevieron a hacer cine en tiempos menos mejores. Los jóvenes siguen soñando con hacer películas, el público sigue haciendo colas kilométricas para ver un estreno gringo, y los cineastas (o peliculeros, como les llamaba Oscar Soria) seguimos en el más penoso limbo, donde la gloria no es más que un recuerdo.
El cine boliviano de hoy está lleno de caras nuevas. Es más joven, más diverso, más disperso y está más desorientado. En los años 60 los cineastas podían, con todo el desparpajo del mundo, decir que el rol del cine era mucho más que contar historias: que su fin era cambiar la historia. Los cineastas de hoy no tienen esa certeza. A veces puede pensarse que no tienen ninguna, y que andan por la vida con una cámara en la mano y en la cabeza la sola necesidad de hacer imágenes sonoras.
Para colmo, este periodo de innovación tecnológica y de inclusión generacional, regional y urbana en el cine nacional ha venido acompañado de una seria crisis en el mercado interno. Si bien en nuestras ciudades hay ahora más salas de cine a donde acuden regularmente los espectadores, la demografía de los públicos actuales es muy distinta a la de otras épocas. El espectador de hoy es, mayoritariamente, menor a 25 años. Y ese espectador, mayoritariamente, no ve cine boliviano. El espectador adulto, que podríamos pensar que todavía tiene interés en nuestro cine, tiene un amplio acceso a la televisión, al cable y al DVD pirata; y es allí donde encuentra las opciones de películas que las multisalas no le ofrecen, por estar enfocadas prioritariamente en los jóvenes. En consecuencia, existen mayores posibilidades de hacer películas, pero la probabilidad de recuperar en taquilla los costos de producción es cada vez más remota.
Los cineastas de los 60 decían que para hacer una película solamente hacía falta “una idea en la cabeza y una cámara en la mano”. Era cierto entonces, y para muchos cineastas es todavía cierto ahora; pero yo añadiría algo más que en Bolivia necesitamos desesperadamente para salir de la pena y volver a la gloria: ¡Ley de Cine, ahora! 

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