Las casetas del populoso mercado Mutualista en Santa Cruz comenzaron a quemarse la noche de ayer domingo, justamente al día siguiente de que los gremialistas anunciaron que no acatarán el anunciado paro de 48 horas decidido por la Gobernación y el Comité Cívico cruceños, a la cabeza de otras instituciones totalmente controladas por la derecha, como la Universidad Gabriel René Moreno. Aunque se desconocen las causas que originaron este desastre, llamó enormemente la atención que los pocos hidrantes de la zona no tenían agua, por lo que el fuego que inició en algunos puestos pudo extenderse rápidamente. Vanos fueron los esfuerzos de los comerciantes, que trataron de recuperar la mercadería que tenían en sus kioscos, arriesgando sus vidas. Con la llegada de los bomberos y colaboración de los mismos comerciantes se combatió el siniestro; luego, cuando arribó al lugar Luis Fernando Camacho, fue recibido con mucha hostilidad porque varios comerciantes abiertamente lo acusaron de estar detrás
Por: Marcelo F. Rodríguez
Alentada por el discurso
reaccionario que hace crecer a las propuestas neofascistas en Europa y con el
aval del discurso xenófobo de Donald Trump en los Estados Unidos, la derecha
argentina busca poner en la agenda el “problema de la inmigración” como uno de
los principales males que afectan al país.
Son dos los principales ejes
sobre los que se monta esta campaña: los inmigrantes “usurpan” puestos de
trabajo a los argentinos y asociarlos con el delito, y con uno de los mayores
negocios del sistema, el narcotráfico, en concordancia con los discursos del
imperialismo que, tras la pantalla de la “guerra al narcotráfico”, busca
fortalecer su presencia y control en la región.
En este sentido, nunca está
de más echar una mirada a lo que ha sucedido en México desde que Felipe
Calderón declaró la guerra al narcotráfico para ver con claridad las nefastas
consecuencias de estas políticas para el pueblo mexicano.
Es así que en las últimas
semanas hemos escuchado al diputado PRO Alfredo Olmedo decir, con clara
inspiración “trumpeana”, que en la frontera con Bolivia “hay que hacer un
muro”; y al senador Miguel Pichetto manifestar: “Tenemos que dejar de ser
tontos. El problema es que siempre funcionamos como ajuste social de Bolivia y
ajuste delictivo de Perú”. Para reafirmar esta idea, la ministra de Seguridad
Patricia Bullrich afirmó: “Acá vienen ciudadanos paraguayos o peruanos que se
terminan matando por el control de la droga. La concentración de extranjeros
que cometen delitos de narcotráfico es la preocupación que tiene nuestro país”.
En este marco, el presidente
Mauricio Macri firmó un decreto, con el cual ya declararon su acuerdo el Frente
renovador y sectores del PJ, que endurece los controles migratorios en nuestro
país, el cual, según el preámbulo de la Constitución busca: “promover el
bienestar general, y asegurar los beneficios de la libertad, para nosotros,
para nuestra posteridad, y para todos los hombres del mundo que quieran habitar
en el suelo argentino”.
Resulta un lugar común
sostener que nuestro país ha sido conformado fundamentalmente por la
inmigración.
Sostener que los argentinos
“descendemos de los barcos” ya es parte del folklore al que se le echa mano
cuando intentamos explicar desde un sentido común instalado, sobre todo en las
grandes ciudades, un rasgo particular y un poco confuso de nuestra identidad.
Esta concepción “porteña”,
podríamos decir en un sentido amplio del término, resalta que el puerto fue la
puerta de entrada principal de las corrientes migratorias europeas en las
cuales se basa la concepción de país de inmigración.
El mayor período de
inmigración a la Argentina, la “inmigración de masas”, según plantea Fernando
Devoto en su trabajo Historia de la inmigración en la Argentina, se dio entre
1881 y 1914, cuando algo más de 4.200.000 personas arribaron al país. En ese
momento el porcentaje de retorno a su país de origen también fue importante
alcanzando un 36%.
El trabajo de Devoto consigna
que entre 1857 –primeras estadísticas migratorias en el país– y 1960 –cuando
este proceso deja de ser masivo– arribaron a la Argentina unos 7.600.000
inmigrantes procedentes de ultramar. De ellos, casi el 45% regresó a sus países
de origen. A partir de este proceso se define a la Argentina como un país de
inmigración, que junto a la noción del “crisol de razas” constituyeron la
conformación de una nueva cultura en el país.
Junto a la importancia que
tuvo la inmigración europea hacia nuestro país debe ser tenida en cuenta
también la inmigración proveniente de los países latinoamericanos.
Si bien la inmigración latinoamericana,
especialmente desde los países limítrofes, viene desde hace mucho tiempo,
recién aparece consignada en registros oficiales a partir de 1869. Según los
datos del Censo de ese año, la población argentina era de 1.800.000 habitantes,
de los cuales el 12% eran extranjeros y un 20% de estos provenían de países
limítrofes.
A partir de esa fecha, el
ingreso de inmigrantes latinoamericanos se mantuvo constante –aunque nunca
alcanzó el carácter de “inmigración de masas” que sí tuvo aquella de ultramar–
representando entre el 2 y el 3% de la población, sobre el 4 ,6% de la
población extranjera que vive en la Argentina según el Censo 2010.
Las corrientes inmigratorias
europeas así como las latinoamericanas tienen una enorme importancia en la
composición de la sociedad argentina. Pero el impulso que tuvieron las
corrientes inmigratorias europeas y su masividad hacen presuponer que los
procesos de integración, aunque estos siempre son dificultosos, fueron y son
más benévolos para sus protagonistas que el de los inmigrantes
latinoamericanos, quienes muchas veces deben enfrentar una discriminación no
exenta de componentes racistas, cosa que vuelve a ponerse de manifiesto en la
actualidad.
No es casual que una de las
primeras medidas represivas del gobierno haya sido la persecución de la
organización Tupac Amaru y el encarcelamiento de Milagro Sala, como ella misma
manifestó: “N o soportaron que una mujer, además negra y también india, haya
conseguido construir miles de hogares”.
Contra la idea de “Patria
Grande” impulsada por los procesos de integración de los últimos años en
América Latina y el Caribe, el gobierno de Macri vuelve a echar mano a la
reaccionaria idea de construir ese “otro” como un enemigo.
La construcción del “otro”,
sean extranjeros o expulsados del sistema, tiene un hilo conductor que se
mantiene desde la colonización de América hasta nuestros días: la justificación
y “naturalización” ideológica de la explotación y dominación de amplias
regiones del planeta por el sistema dominante, el capitalismo, que aboga
cotidianamente en defensa de la libre circulación de los capitales y pone
innumerables trabas a la circulación de personas si las mismas no son
necesarias como “mano de obra barata” y muchas veces esclava.
Esta discurso abarca desde
las políticas públicas del Estado hasta la relación cotidiana de los sujetos en
el ámbito de la privacidad, instalando una cosmovisión hegemónica basada en los
valores necesarios para lograr una “naturalización” de las desigualdades cada
vez más acentuadas y que ya no sólo sostiene a grandes masas de la población en
la marginalidad, sino que las condena a la más absoluta “invisibilidad”
excluyéndolas definitivamente del sistema.
A lo largo de la historia, el
“otro” ha sido el inferior, el salvaje, el no-civilizado a quien hay que
moldear según las necesidades de la expansión occidental capitalista y, si osa
ofrecer resistencia, rápidamente será signado como un enemigo de los valores
hegemónicos y deberá ser físicamente destruido y su territorio conquistado.
Que un gobierno como el de
Mauricio Macri eche mano a políticas discriminatorias y represivas no nos debe
asombrar. Operativos como el realizado en los últimos días en la terminal de
ómnibus de Liniers y la radarización que se propone de la frontera norte del
país para vigilar los pasos fronterizos, anunciada por la ministra Bullrich
traen a la memoria la creación de la UCEP en la Ciudad de Buenos Aires, cuando
Macri era Jefe de Gobierno.
Poniendo en marcha una medida
que se nutre en el ADN de las derechas, el 29 de octubre de 2008, el Decreto
1232/8 firmado por Macri, Piccardo y Grindetti (ministro de Hacienda) creó la
Unidad de Control del Espacio Público (UCEP), cuerpo cuyo objetivo declarado
era “mantener el espacio público libre de usurpadores por vía de la persuasión
y la difusión de la norma vigente y las sanciones correspondientes” y
“colaborar operativamente en mantener el orden”, entre otras responsabilidades.
De esta forma, la UCEP pasó a
ser, para el gobierno de la ciudad, una fuerza de choque propia, funcional a
sus políticas. Cartoneros en Barrancas de Belgrano, habitantes de edificios
tomados en la Av. Paseo Colón e indigentes que dormían en las plazas porteñas, situación
que vuelve a ser dramática en el último año, fueron objeto del accionar de este
grupo, y hasta los docentes que habían instalado en Plaza de Mayo una carpa en
reclamo de aumento salarial reconocieron haber sido agredidos por integrantes
de la UCEP.
El accionar de este grupo
trajo reminiscencias operativas y “filosóficas” que, salvando las distancias,
remiten a las “rondas ciudadanas” de larga data en Italia, organizadas en los
años veinte en contra de los llamados “asociales”, es decir, mendigos, gitanos,
alcohólicos y prostitutas. El accionar de estas rondas preanunciaba en aquel
país la llegada del fascismo.
La discriminación y la
violencia con tintes de xenofobia aparecen cada vez más como mojones en la ruta
neocolonial que busca imponer la administración de Macri, dejando atrás las
políticas de integración soberana regional.
Resulta urgente enfrentar
estas políticas, estrechar los lazos de solidaridad entre los pueblos y
construir un nuevo ¡No Pasarán!
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