Las casetas del populoso mercado Mutualista en Santa Cruz comenzaron a quemarse la noche de ayer domingo, justamente al día siguiente de que los gremialistas anunciaron que no acatarán el anunciado paro de 48 horas decidido por la Gobernación y el Comité Cívico cruceños, a la cabeza de otras instituciones totalmente controladas por la derecha, como la Universidad Gabriel René Moreno. Aunque se desconocen las causas que originaron este desastre, llamó enormemente la atención que los pocos hidrantes de la zona no tenían agua, por lo que el fuego que inició en algunos puestos pudo extenderse rápidamente. Vanos fueron los esfuerzos de los comerciantes, que trataron de recuperar la mercadería que tenían en sus kioscos, arriesgando sus vidas. Con la llegada de los bomberos y colaboración de los mismos comerciantes se combatió el siniestro; luego, cuando arribó al lugar Luis Fernando Camacho, fue recibido con mucha hostilidad porque varios comerciantes abiertamente lo acusaron de estar detrás
Por: Luciano Monteagudo
Desde
Berlín - A comienzos de 1972, Rainer Werner Fassbinder tenía apenas 26 años y
en sólo tres había filmado quince largometrajes, que finalmente empezaban a ser
reconocidos por la crítica y los principales festivales internacionales, a
pesar del rechazo inicial que había provocado –aquí mismo en la Berlinale– su
opera prima El amor es más frío que la muerte (1969). Pero Fassbinder era plenamente
consciente de que su cine -formalmente tan austero como sus presupuestos– era
apreciado sólo por una élite: la misma burguesía a la que él no dejaba de
cuestionar. Por eso, cuando la cadena de televisión Westdeutscher Rundfunk
(WDR) le ofreció escribir y dirigir una miniserie para su catálogo de
producciones familiares, tan populares en la TV alemana de la época, Fassbinder
no dudó en aceptar la propuesta. El resultado fue Acht Stunden sind kein Tag
(Ocho horas no hacen un día), una experiencia crucial y a todas luces insólita
que en estos días, en una flamante versión restaurada, se ha convertido en el
gran acontecimiento cinéfilo del Festival de Berlín.
A
diferencia de la famosa Berlin Alexanderplatz (1980), que Fassbinder también
rodó para la televisión, Ocho horas no hacen un día era un trabajo olvidado,
nada menos cinco capítulos de una hora y media cada uno que casi no habían
vuelto a verse desde su primera emisión, 45 años atrás. Pero la Rainer Werner
Fassbinder Foundation que dirige Juliane Lorenz, en cooperación con el Museo de
Arte Moderno (MoMA), de Nueva York, exhumaron el material original, rodado en
16mm, restauraron meticulosamente imagen y sonido y lo que ahora vuelve a la
luz puede considerarse como la primera -y quizás la única– telenovela marxista
de la TV occidental.
A
priori, el guión escrito por el propio Fassbinder no se aparta de los
lineamientos generales que imponía la WDR para sus “Familienseries”, concebidas
para su horario central. Esto es, una comedia con una simpática familia en su
centro, que en cada emisión debía enfrentar diferentes situaciones, enredos
humorísticos y conflictos. Pero lo primero que hace el Fassbinder dramaturgo es
acentuar el sentido de pertenencia de esa familia a la más pura y dura clase
trabajadora. El protagonista es Jochen (Gottfried John), un muchacho pintón y
entusiasta que trabaja en una fábrica metalmecánica. Comparte un modesto
departamento con sus padres y con su abuela (la hiperactiva Luise Ullrich),
hasta que se muda con su novia Marion (Hanna Schygulla), empleada
administrativa de un periódico local de la ciudad de Köln, donde fue rodada la
miniserie.
El
primer capítulo está casi totalmente dedicado a este romance y a los
comentarios y reacciones que provoca en el resto de la familia de Jochen. Pero
poco a poco, capítulo a capítulo, Fassbinder va introduciendo cada vez más el
universo social y laboral en el plano familiar. Los compañeros de trabajo de
Jochen son también sus amigos y con ellos no sólo comparte unas cervezas a la salida
de la fábrica sino también todos los problemas y conflictos que conlleva la
jornada laboral, desde las presiones del capataz por cumplir con los plazos de
entrega hasta las estrategias de lucha para conseguir un aumento salarial. Que
en el quinto y último capítulo de la serie, Jochen, Marion y sus amigos
dediquen buena parte de su tiempo a comprender y discutir la teoría de la
plusvalía (aunque nunca la nombren como tal) da una idea de por qué la WDR
canceló súbitamente el proyecto y nunca se filmaron los tres capítulos
restantes que estaban previstos.
Es
notable, sin embargo, el esfuerzo de Fassbinder por contrabandear sus
contenidos en un territorio enemigo como era el de la televisión. Si Jean-Luc
Godard –que había sido una de sus primeras y mayores influencias– estaba
dedicado por entonces a romper con el lenguaje cinematográfico y las
convenciones narrativas de la burguesía, Fassbinder por el contrario las abraza
con todas sus fuerzas, para ganarse el favor de su audiencia. Quiere y necesita
llegar a su público, por lo que utiliza todas las herramientas de la gramática
televisiva, desde una música con violines para resaltar una escena romántica
hasta los súbitos zoom a los ojos de sus personajes, cuando enfrentan una
situación crítica. Aquí es más claro que nunca el influjo del cine del alemán
Douglas Sirk, que en Hollywood se apropió de las claves del melodrama para
subvertir la ideología del género, una práctica que evidentemente Fassbinder
quería probar en su incursión televisiva y luego extendería a toda su obra
cinematográfica.
Pero en
Ocho horas no hacen un día hay también, a la vez, en una operación tan compleja
como transparente, un procedimiento inequívocamente brechtiano: a fuerza de
exacerbar esos recursos formales -particularmente los elaboradísimos encuadres–
se produce el famoso “efecto de extrañamiento” que permite distanciarse de los
hechos dramáticos y por lo tanto tomar conciencia de las situaciones de los
personajes. En su afán didáctico por exponer círculos concéntricos de opresión,
Fassbinder no sólo vuelve al tema de los Gastarbeiter, los trabajadores
inmigrantes, al que había dedicado todo un film (Katzelmacher, 1969) y al que
aquí regresa con la subtrama de un obrero italiano que es víctima del desprecio
de alguno de sus compañeros. También advierte la discriminación a la que están
sometidas las mujeres y las personas mayores, a quienes la serie no sólo invita
a rebelarse sino que también les indica el mejor camino para hacerlo.
En el
caso de las mujeres, la excepción es el personaje de Marion, de una
independencia y una libertad que provienen sin duda de la personalidad
magnética de su actriz, Hanna Schygulla, en el esplendor de su talento y su
belleza. Fue Schygulla –junto a Irm Hermann, otra sobreviviente de la troupe
Fassbinder de aquella época– quien subió al escenario de la legendaria sala
Volksbühne am Rosa-Luxemburg-Platz para presentar esta gema que parecía perdida
en el túnel del tiempo y que ahora en la Berlinale ha vuelto a brillar en todo
su esplendor.
y Twitter: @escuelanfp
Comentarios
Publicar un comentario
Escriba sus comentarios