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Masacre de San Juan: operación preventiva

       

Por: Carlos Soria Galvarro 

Como Edgar Ramírez recordó recientemente en el acto de conmemoración del natalicio de Che Guevara, no es posible separar la Masacre de San Juan de la guerrilla que operaba en el sudeste boliviano hace medio siglo. Sorprende que ambos acontecimientos frecuentemente sean vistos de forma separada, como si no formaran parte del mismo contexto. La operación punitiva contra los campamentos mineros solo se explica en el marco de la campaña contrainsurgente emprendida por el Gobierno boliviano de entonces, con apoyo estadounidense y de las dictaduras vecinas del cono sur latinoamericano, principalmente Brasil, Argentina y Paraguay.

“Vista la preocupación de los países limítrofes (...) se hace necesario preparar un informe sobre la actual situación política que ilustre los probables nexos entre la agitación minera y las actividades de la guerrilla (...)” dice un telegrama secreto del Departamento de Estado estadounidense a su embajada en La Paz, fechado el 27 de junio de 1967, tres días después de la masacre.

A su vez, unas semanas antes, el 8 de junio, el embajador Douglas Henderson había dicho en un telegrama confidencial al Departamento de Estado “El presidente Barrientos ha proclamado el Estado de sitio a causa de la intención de los mineros de marchar sobre Oruro. Parece que el Gobierno (que desde marzo temía tener que combatir simultáneamente a la guerrilla y oponerse a los desórdenes fomentados por los mineros) intenta impedir la explosión de un segundo frente antigubernamental (...) Ayer, el llamamiento de los mineros de Catavi y Siglo XX ha conseguido la presencia de entre mil quinientas a dos mil personas. Pedían la retirada de la Policía de las zonas mineras y apoyaban el envío de fármacos y alimentos a las fuerzas de la guerrilla (...)”. A esto se podría agregar que se acrecentaban las voces en sentido de declarar simbólicamente los campamentos mineros como “territorios libres”, lo que al parecer ocurrió ya en Huanuni.

Los mineros no tenían un nexo orgánico, establecido formalmente con la guerrilla. Pero junto a sus demandas inmediatas de reposición de salarios, libertad sindical y reincorporación de trabajadores despedidos, tenían una creciente e inocultable simpatía por la guerrilla. La sangre derramada en 1965 estaba todavía fresca. En las primeras acciones los guerrilleros hacían tomar a los militares de su propia medicina, la aplicada contra el pueblo trabador especialmente en los cruentos días de mayo y septiembre de aquel año.

Esa simpatía generalizada, tarde o temprano, se traduciría en acciones, en apoyo material concreto, y en incorporaciones que engrosarían el número de combatientes mineros ya enrolados en la guerrilla (Moisés Guevara, Simeón Cuba, Walter Arancibia, Casildo Condori, Francisco Huanca, David Adriázola, Julio Velasco y otros). Mineros y guerrilleros confluirían en un mismo cause, solo era cuestión de tiempo. 

Eso explica la acción militar preventiva y por sorpresa que costó cuando menos 23 muertos y casi una cincuentena de heridos. Entre los caídos estaba Rosendo García Maisman, quien intentó una defensa desesperada del local sindical y de la Radio La Voz del Minero. Junto a trabajadores también había mujeres, niños y algunos indigentes de origen campesino. Parecería que la orden hubiese sido disparar contra todo que se moviera. Ninguna de las acciones de Ñacahuazú tuvo tal número de bajas. San Juan no fue un choque entre dos fuerzas dispuestas a combatir. Los mineros ni siquiera estaban en huelga, festejaban con ponches y fogatas la noche más fría del año y se preparaban para realizar un ampliado al que habían invitado a representantes de otros sectores laborales, con la ilusión de dar vigencia a la perseguida y disuelta Central Obrera Boliviana (COB).

San Juan fue simple y llanamente una masacre con el objetivo de neutralizar la zona minera potencialmente aliada de la guerrilla.

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