Las casetas del populoso mercado Mutualista en Santa Cruz comenzaron a quemarse la noche de ayer domingo, justamente al día siguiente de que los gremialistas anunciaron que no acatarán el anunciado paro de 48 horas decidido por la Gobernación y el Comité Cívico cruceños, a la cabeza de otras instituciones totalmente controladas por la derecha, como la Universidad Gabriel René Moreno. Aunque se desconocen las causas que originaron este desastre, llamó enormemente la atención que los pocos hidrantes de la zona no tenían agua, por lo que el fuego que inició en algunos puestos pudo extenderse rápidamente. Vanos fueron los esfuerzos de los comerciantes, que trataron de recuperar la mercadería que tenían en sus kioscos, arriesgando sus vidas. Con la llegada de los bomberos y colaboración de los mismos comerciantes se combatió el siniestro; luego, cuando arribó al lugar Luis Fernando Camacho, fue recibido con mucha hostilidad porque varios comerciantes abiertamente lo acusaron de estar detrás
Por: Alberto
Acosta
Sin
duda el ser humano asoma como una plaga que destruye el planeta. Más allá de
las lecturas interesadas -e inverosímiles- de negacionistas como el presidente
norteamericano Donald Trump, la evidencia es múltiple. Un ejemplo es la
situación cada vez más compleja de la agricultura. Tan es así que, comentando
el inicio de una de las mayores ferias de alimentos, agricultura y horticultura
a nivel mundial: la “Semana Verde” (“Grüne Woche”) en Berlín, Markus Balser, en
el Süddeutsche Zeitung –el diario de mayor circulación en idioma alemán- del
viernes 19 de enero, afirmó categóricamente que “la agricultura no tiene más
que ver con la tierra, pero sí más con la economía”. Gran ejemplo de esta
constatación es la producción alimenticia, inspirada cada vez más en
reflexiones económicas indiferentes a las necesidades de subsistencia humana;
casos puntuales son los biocombustibles para los automóviles o la especulación
con los alimentos en los llamados mercados de futuro.
Esta
realidad ha llevado a afirmar que vivimos una nueva era, bautizada en 2002 como
“antropoceno” por el Premio Nobel de Química de 1995: Paul Crutzen. Esta
afirmación, que sirve para describir un cambio en la época geológica -donde los
seres humanos empezamos a marcar profundamente la historia de la Tierra
superando la era del “oloceno”-, no permite, sin embargo, llegar a conclusiones
adecuadas de cómo enfrentar los graves problemas que experimentamos y los que
en forma cada vez más compleja se nos vienen. El “antropoceno” deja flotando en
el aire la idea de que todos los seres humanos hemos provocado por igual las
presentes tensiones y afectaciones socio-ecológicas.
Para
enfrentar los problemas que asfixian al planeta, cabe conocer y cuestionar la
complejidad del mundo en que vivimos, particularmente la economía que lo
sustenta. Una economía dispendiosa que demanda ingentes recursos naturales,
provocando graves desequilibrios ecológicos y sociales. Una economía que gira
cada vez más aceleradamente alrededor de la incesante búsqueda de ganancias,
alentada por el consumismo y el productivismo. Una economía atrapada entre el
fetichismo tecnocientífico y la mercantilización veloz de todas las dimensiones
de la vida, sea en el ámbito humano o no humano. Una economía estructuralmente
inequitativa en términos de distribución de la riqueza [2] , del poder e
incluso de los impactos provocados por los desequilibrios ambientales
(ocasionados también por la imparable aceleración de dichas actividades
económicas).
Los
datos son contundentes. La revista catalana Ecología Política número 53 nos
brinda una síntesis:
-
En 2015, la mitad de las emisiones totales de CO2 fueron responsabilidad de un
10% de la población mundial; mientras que la mitad de sus miembros apenas
responde por un 10% de la contaminación. Las emisiones del 1% más rico superan
175 veces a las del 10% más pobre.
-
Los agentes más contaminantes son las empresas petroleras y cementeras. Y la
entidad que más petróleo quema es el Departamento de Defensa de los EEUU; el
consumo per cápita del personal militar de dicho país fue en 2011 un 35%
superior al promedio de un ciudadano norteamericano (por cierto, propietario de
la mayor huella ecológica en el mundo).
La
norteamericana Elizabeth Kolbert detalló muchos de estos hechos deprimentes en
su libro La Sexta Extinción: Una Historia Antinatural. Ella estimaba que
aproximadamente la mitad de las especies de plantas y animales hoy existentes
morirán antes de 2050; semejante extinción no se debe a una catástrofe natural,
sino a la actividad destructiva humana. Lo que nosotros quemamos en un año en
combustibles fósiles, a los microorganismos les tomó formarlo, a través de
complejos procesos, un millón de años, nos recuerda la experta chilena en
cambio climático Maisa Rojas; otra perturbación atribuible a los seres humanos.
El
sistema económico de mercado -dominante en Oriente y Occidente- alienta a todos
a perseguir el crecimiento a corto plazo, sin comprender las consecuencias a
largo plazo de semejante locura colectiva.
Calificar
esta época de “antropoceno” es, en consecuencia, una verdad muy incompleta pues
oculta el nombre de la raíz de esta situación: el capitalismo, la civilización
de la desigualdad, que se nutre de sofocar la vida. Más que “antropoceno”,
vivimos en el “capitaloceno”, una civilización que debe derrocarse para que el
cambio climático -y demás desórdenes naturales- no extingan a la humanidad. Tal
transformación exige cuestionar a fondo las promocionadas alternativas
tecno-científicas y mercantiles, que no solucionan nada; un ejemplo es la
“economía verde”, que mercantiliza inmisericordemente a la Naturaleza,
incluyendo al mismo clima o a los genes humanos, como lo analiza Kathrin
Hatmann con contundencia en su nuevo libro: “La mentira verde: salvación del
mundo como modelo de negocio rentable” (Die grüne Lüge: Weltrettung als
profitables Geschäftsmodell).
Pero
las potentes críticas al “capitaloceno” deben ampliarse, profundizarse y
enriquecerse. Aquí compete pensar, por ejemplo, en visiones ecofeministas como
las que plantea el grupo venezolano “LaDanta LasCanta”, quienes visibilizan que
“la dominación de la Naturaleza y la dominación de las mujeres son dos caras de
una misma moneda”, propia de la civilización patriarcal-capitalista. Es decir
propia del “faloceno”, como lo califica este grupo de activistas.
Otro
fundamento del “capitaloceno” es el racismo , una de las mayores lacras de la
colonialidad vigente hasta la actualidad: “la más profunda y perdurable
expresión de la dominación colonial, impuesta sobre la población del planeta en
el curso de la expansión del colonialismo europeo”, como explica el gran
pensador peruano Aníbal Quijano.
Podríamos
entonces también hablar del “racismoceno”, que junto al “faloceno”, cimentan
las bases del capitalismo: una civilización antropocéntrica que se superará con
una gran transformación social o de lo contrario esta civilización terminará
sumiendo a la humanidad en la barbarie.-
[1]
Economista ecuatoriano. Expresidente de la Asamblea Constituyente. Excandidato
a la Presidencia de la República del Ecuador.
[2]
El reciente informe de OXFAM confirma la tendencia: en el año 2017, el 1% más
rico de la población mundial (33 millones de personas) acumuló el 82% del
incremento de la riqueza global. El 50% de la población mundial: 3.600 millones
de personas, los pobres, no recibieron nada de este aumento.
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