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Las casetas del populoso mercado Mutualista en Santa Cruz comenzaron a quemarse la noche de ayer domingo, justamente al día siguiente de que los gremialistas anunciaron que no acatarán el anunciado paro de 48 horas decidido por la Gobernación y el Comité Cívico cruceños, a la cabeza de otras instituciones totalmente controladas por la derecha, como la Universidad Gabriel René Moreno. Aunque se desconocen las causas que originaron este desastre, llamó enormemente la atención que los pocos hidrantes de la zona no tenían agua, por lo que el fuego que inició en algunos puestos pudo extenderse rápidamente. Vanos fueron los esfuerzos de los comerciantes, que trataron de recuperar la mercadería que tenían en sus kioscos, arriesgando sus vidas. Con la llegada de los bomberos y colaboración de los mismos comerciantes se combatió el siniestro; luego, cuando arribó al lugar Luis Fernando Camacho, fue recibido con mucha hostilidad porque varios comerciantes abiertamente lo acusaron de estar detrás

Esa Mañana de Julio de 1980


Por: Carla Espósito Guevara
Eran las diez de la mañana y de forma intempestiva, en lugar del acostumbrado timbre del recreo, sonó el de salida, los pocos niños que fueron ese día a la escuela corrieron rápidamente hacia la entrada mientras una multitud de padres, hermanos, tíos, abuelos, se apiñaban en la entrada del diminuto patio del jardín de niños. En cuestión de media hora todos los pequeños uniformes color caqui habían desaparecido del patio. Ya sola, tímidamente, me senté en una de las banquetas infantiles esperando que alguien viniera a rescatarme de esa larga y aburrida espera. Mientras me alistaba a pasar una cuantas horas de solitario aburrimiento, la blanca cabellera de mi abuela Elena apreció tras las rejas verdes abiertas de par en par. Pocas veces había sentido tanta alegría de verla, corrí a sus brazos, y ella casi sin escucharme, cogió fuertemente mi mano y, como alma que lleva el viento, salió raudamente conmigo de la escuela.
Las calles estaban inusualmente agitadas, había gente corriendo por todas partes, rostros preocupados, mujeres apuradas. Teníamos caminadas escasas dos cuadras cuando escuchamos una voz varonil que gritaba:
-¡Señora, no vaya por ahí, súbase por la 20 de octubre, por la niña! Era un joven de chompa azul que trataba de apartar a la gente de las cercanías de la Universidad.
Mi abuela torció hacia la izquierda y a toda velocidad tomó calle arriba por la Juan José Pérez. Yo tenía cinco años y era la primera vez que escuchaba el sonido metálico de los disparos, sentía que el corazón se me salía del pecho.
-¿Están matando gente? le pregunte. Y sin mirarme, respondió fríamente:
-Si hijita, ¡apurate!
El pánico se apoderó de mí. Era la primera vez sentía ese puñal en las entrañas que después, tantas veces en los años siguientes de mi vida volvería a sentir.
Por fin llegamos a la antigua vieja casona del barrio de San Pedro. Recuerdo muy bien la pequeña mesa blanca donde mis dos hermanos comían tranquilamente, fue la mesa de mi padre y ahora era la nuestra.
-Ven a comer con tus hermanos-, me dijo la abuela, mientras ponía un plato más sobre la mesita.
-No puedo-, le respondí. La angustia y los deseos de vomitar me tenían presa. Incluso dentro de la seguridad de la casa podían escucharse los silbidos de las balas perdidas.
Como una mariposa me pegué a la gran ventana que daba al patio esperando a que mis padres y Juana aparecieran. Quizás los estaban matando en la calle pensaba, entonces ¿cómo yo podía comer?
Poco a poco fueron llegando, primero Juana, como siempre elegantemente ataviada en su abrigo azul. Luego mamá con su entrañable saco gris y finalmente papá.
Empezaron las conversaciones en voz baja, todavía recuerdo el ceño fruncido en la frente de mi padre, el miedo en los ojos de mi madre que seguramente revivía los sucesos de Chile. Empezaron entonces a sacar velas, cerraron las portezuelas de las ventanas de la casona, algunas llamadas telefónicas, había que hacer desaparecer algunos papeles, música y libros. Todos se reunieron frente al televisor a blanco y negro a escuchar el único canal de televisión que transmitía los discursos de una junta militar que sería el preludio de una larga lista de ausentes.
-¿Por qué no se ponen a jugar?- nos preguntó mamá intentando sonreír, pero las ganas de jugar se habían ido con los muertos de ese día. El siniestro sonido de las ametralladoras había cortado en dos el mágico mundo de mi infancia, parte de ella moría esa inolvidable y fría mañana de julio.
Esta historia fue escrita a propósito de la reciente muerte de García Mesa, para que la memoria no la borre el tiempo y la dedico a Daniela Otero, y a otros que como ella, perdieron mucho más que la infancia ese fatídico 17 de julio de 1980.

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