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El fascismo está actuando en Santa Cruz, el gobierno debe investigar

Las casetas del populoso mercado Mutualista en Santa Cruz comenzaron a quemarse la noche de ayer domingo, justamente al día siguiente de que los gremialistas anunciaron que no acatarán el anunciado paro de 48 horas decidido por la Gobernación y el Comité Cívico cruceños, a la cabeza de otras instituciones totalmente controladas por la derecha, como la Universidad Gabriel René Moreno. Aunque se desconocen las causas que originaron este desastre, llamó enormemente la atención que los pocos hidrantes de la zona no tenían agua, por lo que el fuego que inició en algunos puestos pudo extenderse rápidamente. Vanos fueron los esfuerzos de los comerciantes, que trataron de recuperar la mercadería que tenían en sus kioscos, arriesgando sus vidas. Con la llegada de los bomberos y colaboración de los mismos comerciantes se combatió el siniestro; luego, cuando arribó al lugar Luis Fernando Camacho, fue recibido con mucha hostilidad porque varios comerciantes abiertamente lo acusaron de estar detrás

Pacificación y golpe de Estado: la conexión impedida



Por: Valeria Añón y Mario Rufer

Comencemos con dos estampas: en octubre de 1520, desde Segura de la Frontera (villa española fundada en las cercanías de Tlaxcala luego de la derrota de la Noche Triste), Hernán Cortés, en medio de la campaña militar contra los mexicas tenochcas y sus aliados, le avisa al rey Carlos V que no ha podido escribirle antes “… por no haber oportunidad, así por la falta de navíos y estar yo ocupado en la conquista y pacificación de esta tierra” (Hernán Cortés, Segunda carta de relación y otros textos, Buenos Aires: Corregidor, 2012, 93). Cinco siglos después, el término reaparece en el golpe de Estado perpetrado contra el gobierno de Evo Morales y Álvaro García Linera en Bolivia, el 10 de noviembre de 2019. Las apariciones son múltiples, seleccionamos una: en su autoproclamación como presidenta de Bolivia, ante un Congreso vacío y frente a las cámaras de televisión, Janine Áñez anunció que “…ante la ausencia definitiva del presidente y del vicepresidente, lo que significa que, conforme al texto y sentido de la Constitución, como (segunda vice) presidenta de la Cámara de Senadores, asumo de inmediato la presidencia del Estado, prevista en el orden constitucional, y me comprometo a asumir todas las medidas necesarias para pacificar el país” [énfasis y reiteraciones de Áñez y aplauso de los presentes].

En ese lapso, la insistencia en el término “pacificación” y su familia semántica (pacificar, paz, pacificador) se ha utilizado para dar cuenta de los procesos de conquista, colonización y enfrentamiento, y forma parte crucial de una retórica bélica que gesta aliados y enemigos irreconciliables, y que, por su misma lógica, coloca a los “pacificadores” del lado del bien, la corrección y la moral. Estas reapariciones diferenciales configuran un metonímico hilo conductor que exhibe la problemática continuidad de la colonialidad y la forma en que los usos del lenguaje suturan o silencian sus persistencias. Vayamos por partes.

Acerca de la pacificación

Lo sabemos –y lo sabe el poder estatal, imperial, real– al menos desde el Requerimiento (el texto derivado de las Leyes de Burgos de 1512 que debía ser leído en voz alta por los conquistadores ante las poblaciones indígenas americanas a modo de exigir su sometimiento al Rey): toda violencia material implica una serie de gestos de violencia simbólica que la inscriben textualmente, la legitiman legalmente y la conciben históricamente. En medio de esos gestos, Cortés no será el primero –ni el único– en utilizar el término “pacificación” que, según Covarrubias, significaba por entonces (1611) “poner paz y aquietar a los que están encontrados; a estos que ponen paz les cabe una de las beatitúdines, 'beati pacifici', del verbo latino pacificare, pacem facere" (Sebastián de Covarrubias, Tesoro de la lengua castellana o española, ed. I. Arellano y R. Zafra, Madrid-Frankfurt: Iberoamericana-Vervuert, 2009: 1344). Hacer la paz luego de instaurar la guerra, separar –segmentar– como otro ajeno a “quienes están encontrados” en virtud de un poder que se presenta como exterior y dueño de un saber al que dicho otro sólo debe someterse. En estas sutilezas, la definición de Covarrubias resulta prístina al operar rompiendo el lazo que el texto cortesiano, sin embargo, reponía: conquistar y pacificar decía Cortés en 1520; ausencia definitiva y pacificación del país fustiga Áñez hoy. Rápidamente podemos afirmar que el vínculo causal cortesiano se corta a medida que la colonización se produce y que la colonialidad como matriz de poder se gesta, en su lógica racializada, a lo largo de todo el siglo XVI.

El obispo michoacano Vasco de Quiroga escribía en 1535 sobre los indígenas: “así que por la sujeción y pacificación y sosiego de aquestos bárbaros tales, debajo de poder de príncipes católicos cristianos para instruirlos, ruega la Iglesia, pero no para destruirlos, sino para humillarlos de su fuerza y bestialidad, y, humillados, convertirlos…” (Vasco de Quiroga, 2003, Información en derecho, en La utopía en América, Madrid, Dastin, p. 102).* Consecuentemente, la noción de “pacificación” aparece en las epístolas e historias de Alonso Enrique de Guzmán (1544), Francisco López de Gómara (1553) o Jerónimo Zurita (1562), por nombrar sólo algunos, unida sintagmáticamente a los conceptos de orden, justicia y “servicio a su Majestad”. Dicho desembrague se ve reforzado e institucionalizado en las Ordenanzas de Felipe II (1573), cuando decreta que: “Los descubrimientos no se den con título y nombre de conquistas pues habiéndose de hacer con tanta paz y caridad como deseamos no queremos que el nombre dé ocasión ni color para que se pueda hacer fuerza ni agravio a los indios” (Morales Padrón, F. Teoría y leyes de la conquista. Madrid: Ediciones Cultura Hispánica, 1979: 493; subrayado nuestro). Así, la prohibición funciona como conjuro: negar la conquista para habilitar la pacificación. Una historia crítica de la violencia continua es la que queda imposibilitada en esa escisión.

Con su connotación positiva, paternalista, tutelar, que opera silenciando o desfigurando la violencia implícita en su gestación, el concepto de pacificación reaparece, sintomático, en historias y crónicas del siglo XVII, en informes militares, epístolas e impresos periodísticos en los siglos XVIII y XIX, en especial en el marco de las numerosas rebeliones indígenas y mestizas en los Andes y en la génesis de los Estados nacionales americanos. De hecho, cuando se desarrollaba en lo que hoy es la Argentina la llamada “Conquista del Desierto” –campañas comandadas por el general Julio Argentino Roca entre 1879 y 1880 para exterminar al indio a prueba de rifles Remington en lo que hoy es la Patagonia—, sus acciones tenían eco simultáneo y coordinado con la guerra brutal contra los mapuche en territorio chileno, proceso llamado hasta hoy “Pacificación de la Araucanía” (Claudia Briones y Walter Del Río, 2008, “La Conquista del Desierto desde perspectivas hegemónicas y subalternas”, Runa, XXVII, p. 31-32). Trescientos años después, la interdicción y la habilitación de Felipe II —ambos mecanismos de performatividad soberana—, estaban, con los mismos significantes, en el centro del mecanismo nominador de las guerras fundadoras de las repúblicas latinoamericanas y eran usados indistintamente. Conquista/pacificación afirmaban lo que la ordenanza real había querido silenciar. Ahora bien, ¿qué es lo que su persistencia evoca? ¿Qué es lo que silencia?

Acerca de la colonialidad

Son por demás conocidos los textos del sociológo peruano Aníbal Quijano en torno al concepto de “colonialidad del poder” y sus derivas, y no es necesario discutirlos aquí (Quijano, A. “Colonialidad del poder, eurocentrismo y América Latina”. E. Lander (ed.), La colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales. Buenos Aires: Clacso, 2000). Sí queremos señalar dos cuestiones: por un lado, la singularidad del concepto de raza que la conquista de América gesta y la racialización que se impone sobre el otro, lo que implica la somatización del cuerpo de ese otro en tanto cuerpo vencido. Por otro lado, que dicha racialización somática es condición sine qua non del sistema mundo moderno-colonial y su realización capitalista desde el siglo XVI hasta el presente. Más allá de silencios, hiatos o secretos, hoy día dicho lazo no ha sido quebrado y apenas si ha sido horadado. Lo que define la colonialidad es esta continuidad clasificatoria, que toma las formas de una reiteración diferencial, las reminiscencias de algo que se creía sepultado y las metamorfosis a las que lo someten los usos por parte del Estado y del poder tutelar en los siglos XX y XXI.

Ya lo ha señalado para otros contextos el investigador norteamericano Mark Neocleous: “la pacificación es un concepto muy útil para la teoría crítica, en particular a los efectos de entender mejor la violencia [porque] nos permite analizar detalladamente la naturaleza productiva de la violencia. En particular, su naturaleza productiva en la fabricación del orden capitalista” (Neocleous, M., 2016, “La lógica de la pacificación: guerra-policía-acumulación”. Atenea Digital. 16 (1): 10). Ahora bien, dicha naturaleza productiva de la violencia es efectiva en la medida en que no sea enunciada, en que sea invisibilizada o camuflada bajo la retórica del orden y la paz; esto es, mientras refuerce la ficción contractualista de la política: la idea de que existe un consenso originario, universalmente representativo, que opera como “fuerza de ley” y que tiene su realización en el Estado-nación moderno y republicano. Desde aquí, política y violencia son mutuamente excluyentes y la función de la primera es mantener vigente aquel acuerdo originario. No obstante, como recuerda Pilar Calveiro, siempre “hay una parte de la sociedad que, de hecho, queda fuera del orden instituido”, lo cual probaría la máxima de Agamben de que el estado de excepción es, justamente, la norma: “son los prescindibles peligrosos: los racialmente impuros en el mundo nazi, los indios en la América colonial y poscolonial, los “subversivos” en las dictaduras militares, los acusados de terroristas o narcos en el mundo global (Pilar Calveiro, 2008, “Acerca de la difícil relación entre violencia y Resistencia”, en Luchas contrahegemóicas y cambios politicos recientes en América Latina, CLACSO, 2008, p. 26-27, énfasis nuestro).

Vuelto sobre América Latina, el interrogante emerge: ya en el siglo XXI y aparentemente impugnado el discurso racista del nazismo y comprobada la raíz ideológica del exterminio de las últimas dictaduras, ¿por qué, sin embargo, las poblaciones originarias, esos “indios de América colonial y poscolonial”, estarían persistentemente en los límites de ese “contrato” y de la norma? El caso de la actual Bolivia nos pone el ejemplo ante las narices. ¿Qué desafían estas poblaciones? ¿Por qué son ellas las destinatarias del pertinaz recuerdo bíblico, como el peligro originario al orden? Quizás porque le dan densidad empírica a la falacia contractualista y porque, de manera contundente, recuerdan que el contrato republicano se fundó únicamente sobre la conquista de los vencidos, sobre su pacificación mutada en guerras internas que combinaron exterminio y tutelaje, coerción y  política, y sobre procedimientos diferidos y legalizados de administración del despojo. Pero, sobre todo, nos recuerdan que en el confin de la amenaza que devela la estructura de dominio, cuando peligra el control directo de los recursos (económicos, políticos y simbólicos), no existe otra salida para esa estructura más que reeditar el Requerimiento, a veces de forma casi literal. Así presenciamos hace unos días la imagen de una Jeanine Áñez blanqueada, autoproclamada presidenta de Bolivia, quien sostenía en alto una Biblia desproporcionada, rodeada de sus acólitos, al tiempo que arengaba sobre la pacificación necesaria del país en una estampa montada en medios y redes sociales junto a la escena simultánea en la que se incineraba una whipala afuera de Palacio Quemado.

También asistimos a la reedición y actualización del discurso racista más desembozado, en el ataque y saqueo a la casa de Evo Morales en Cochabamba, cuando los saqueadores comentaban “Hasta gimnasio tenía el indio”, mientras se filmaban para reproducirlo de inmediato por redes sociales.

Diríamos que, en la experiencia americana, conquista, pacificación y colonialidad constituyen una mancuerna indisoluble cuya unión depende indefectiblemente de que la violencia que los une permanezca oculta (y, cuando el ocultamiento se vuelve imposible, que sea entonces justificada por la amenaza al contrato originario, ocultando allí el procedimiento de exclusión estructural de una parte, la parte conquistada y pacificada en los orígenes de la ficción consensualista). Así trabaja muchas veces el discurso del Estado nación respecto del pasado: la ruptura que silencia la colonialidad (el contrato, la res publica, la fuerza de ley encarnada en el Estado moderno) opera obturando las conexiones e impidiendo nombrar aquello que se reedita en el presente y que proviene de una estructura de conquista, despojo, sometimiento y exclusión.

Pacificación y golpe de Estado

Recordemos que el Requerimiento implicaba un gesto religioso (la evangelización como justificación y legalidad de la conquista) e imperial (la escritura, un estandarte, un escribano, la invocación al Rey). En la experiencia americana pareciera haber una suerte de “grado cero”, al decir del crítico peruano Antonio Cornejo Polar (Escribir en el aire. Lima: Horizonte, 1994: 17) a la hora de pensar las primeras escenas de encuentro y violencia en la conquista americana (Motecuhzoma apresado por Cortés o Atahualpa por Pizarro, luego del enfrentamiento con Valverde). Dichas escenas marcan traumáticamente los comienzos pero también, y en especial, gestan y exhiben la profunda conciencia del poder acerca del peso simbólico y de la eficacia performativa de ciertas palabras, giros, gestos en la producción y reproducción de la dominación y el sometimiento.

“La orden era pacificar, pero… ¿cómo exactamente?”, escribía en 1963 el teniente coronel del ejército francés David Galula, en un informe exigido por la RAND Corporation sobre la pacificación francesa de Argelia. Mark Neocleous explica que las palabras de Galula se unieron a una serie de escritos militares sobre la contrainsurgencia (en Argelia y Vietnam específicamente), que fueron “casualmente” reeditados en Estados Unidos desde 2010. En todos ellos la noción de pacificación era central como una combinación de “violencias productivas” para abonar al terreno de la política. A Neocleous no se le escapa que más de medio siglo antes que Galula, Joseph Gallieni, uno de los más notables militares franceses y administrador colonial, planteaba en la recopilación de sus escritos de 1900 que "la mejor forma de lograr la pacificación en nuestra nueva colonia es mediante la aplicación combinada de fuerza y política" (Neocleous, M., op.cit.:13).

En cualquier caso, una diferenciación de grado se impone. Si bien hemos advertido acerca del vínculo contemporáneo entre pacificación y seguridad, pacificación y estrategias duales de coerción y política de administración y sujeción poblacional, es importante aclarar cuál es la distancia que tomamos con respecto a algunas definiciones emanadas de las relaciones internacionales y de la ciencia política, que vinculan la noción de pacificación a la “definición positiva” de la paz en tanto acciones para lograrla y afianzarla, mientras su “definición por la negación” indicaría la ausencia de violencia. De hecho, los casos mencionados, y específicamente el boliviano, muestran la falacia de esa asunción teórica. Porque la pacificación —a diferencia de la paz como estado o condición— no se produce en el ex nihilo histórico-político. Al contrario de lo que señalaba tempranamente Covarrubias, el tenor falaz de la premisa está señalado en tanto no actúa un otro ajeno en el proceso: al contrario, una de las partes en conflicto es la que pacifica (generalmente una élite criolla más o menos incólume), misma que verbaliza la acción ejerciendo en grado supremo la potencia soberana. Así, el significante habilita confundir el medio con el fin y por lo tanto, pacificar con la ley, con las armas o con el exterminio suele ser más o menos intercambiable (y aparentemente adecuado al estado de derecho en su vernácula opacidad).  

Se vuelve aquí imperioso atender quiénes hablan de pacificación en el contexto actual y mediante qué soportes simbólicos: El Diario, periódico boliviano, titulaba su primera plana de este sábado 16 de noviembre: “Grupos subversivos armados impiden pacificación del país”. El significante se reitera ad nauseam a lo largo de los días, convertido  en un latiguillo por los medios masivos (periódicos, radios, televisión, redes sociales): “Jeanine Áñez intenta pacificar Bolivia y enfrenta un escenario de alta tensión” (La tercera, Chile, 13.11.19); “El enviado de la ONU comienza gestiones por pacificación en Bolivia” (Prensa Latina, 17.11.19); “El MAS convoca para este lunes una mesa de diálogo con el fin de pacificar Bolivia” (CNN en español, 17.11.19); “Bolivia: cómo avanza el frágil diálogo para pacificar el país y convocar a elecciones en una asamblea legislativa con todos los partidos” (diario Infobae, Argentina, 19.11.19); “Asamblea de Bolivia suspende sesión en aras de la pacificación”, (Telesur, 19.11.19); “Obispos católicos y la UE median en la pacificación de Bolivia” (El Heraldo, Colombia, 19.11.19).

Pero también en Chile el presidente Piñera habla de un “plan de Pacificación” ante el conflicto, “plan” que algunos dirigentes indígenas no tardaron en homologar con la reacción decimonónica frente al Wallmapu, los territorios históricos de la población originaria arrebatados como “Pacificación de la Araucanía”. Colombia une retóricas de justicia transicional con “programas de pacificación nacional”, cuando se encuentra ante el primer paro nacional en casi cuarenta años. En México, el presidente López Obrador sugiere suplir la retórica de la seguridad por la de la pacificación, e incluso Evo Morales ha usado el término para pedir el fin de la represión, persecuciones y matanzas. Esto es, el término circula, representa, muta, permea todos los discursos, y aunque parecía haber sido reemplazado por nociones como “guerra de baja intensidad” o “conflictos internos”, el significante pacificación (del territorio, del país, de la población) vuelve a estar incluso en el seno de la retórica militar latinoamericana. Los contextos son disímiles y los procesos políticos, en muchos casos, contradictorios. No obstante, llama la atención este retorno, soportado y difundido por medios y redes sociales que, desde una perspectiva acrítica, aplana las complejidades del término y oculta, por lo mismo, el conflicto y la violencia que lo gestan. Como el huevo de la serpiente, la pacificación como objeto y pretexto recorre los discursos latinoamericanos del presente y soporta o justifica represiones y matanzas, lo cual Impone pensar en la vigencia de lo que Rita Segato llamó “el retorno a la conquistualidad” en nuestros tiempos: una época que combina dueños rapaces, crueldad extrema, despojos violentos, ductilidad de la ley y opacidad del Estado (Rita Segato, 2016, La guerra contra las mujeres, Madrid, Traficantes de Sueños, p. 99).

En este marco, detrás de la contraposición pacificación/golpe de Estado que políticos inescrupulosos, medios cómplices o irresponsables, diplomáticos y gobiernos occidentales desplegaron en la última semana en torno al conflicto en Bolivia, al exilio forzado de Morales y García Linera, y a la persecución y represión sistemática de aliados y/o manifestantes, está la intención de re-suturar el pacto que silencia. La intervención de la máxima jerarquía de las Fuerzas Armadas forzando la renuncia y el exilio presidencial no admiten medias tintas; y el resquemor de sectores y gobiernos regionales de derecha para reconocer el proceso violento como un golpe de Estado expone menos la “prudencia institucional” que el pacto de silencio necesario del que hablábamos más arriba: la elipsis que impide la sutura entre violencia y pacificación, entre conquista y modernidad, entre contrato social y exclusión estructural, entre estado nación y racialización, entre democracia forzosa e intervencionismo neoimperial.

En este contexto es preocupante atestiguar cómo, en ocasiones, los argumentos sobre la innegable complejidad del proceso boliviano han sido absorbidos por silencios funcionales a las ficciones consensualistas de la política y, por añadidura, por los pactos de impunidad de las derechas. A su vez, la salida de Morales fue simultánea a la habilitación pública de discursos de un racismo estremecedor sobre el grueso de la población boliviana, estremecimiento derivado de estar presenciando un fantasma que parecía exorcizado de la arena política. Pero el fantasma era tan real como el golpe de Estado y tan histórico como el silencio de su latencia. Junto a esos discursos, las escenas de Camacho de rodillas frente a una Biblia y una bandera boliviana en el Palacio de Gobierno el 11 de noviembre, y de Áñez con una Biblia de tamaño descomunal en su ingreso al Palacio Presidencial al día siguiente, mientras señalaba que su accionar “…ha permitido que la Biblia vuelva a entrar a Palacio… que Él nos bendiga”, exhiben una ligazón soterrada, radicalmente presente, que exige repensar la temporalidad: aquella que sutura la estatalidad, moderna y vernácula, con la colonialidad y la conquista.

* Los autores agradecen a Francisco Quijano esta referencia a la obra de Vasco de Quiroga.

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