Las casetas del populoso mercado Mutualista en Santa Cruz comenzaron a quemarse la noche de ayer domingo, justamente al día siguiente de que los gremialistas anunciaron que no acatarán el anunciado paro de 48 horas decidido por la Gobernación y el Comité Cívico cruceños, a la cabeza de otras instituciones totalmente controladas por la derecha, como la Universidad Gabriel René Moreno. Aunque se desconocen las causas que originaron este desastre, llamó enormemente la atención que los pocos hidrantes de la zona no tenían agua, por lo que el fuego que inició en algunos puestos pudo extenderse rápidamente. Vanos fueron los esfuerzos de los comerciantes, que trataron de recuperar la mercadería que tenían en sus kioscos, arriesgando sus vidas. Con la llegada de los bomberos y colaboración de los mismos comerciantes se combatió el siniestro; luego, cuando arribó al lugar Luis Fernando Camacho, fue recibido con mucha hostilidad porque varios comerciantes abiertamente lo acusaron de estar detrás
‘No le podemos
hacer la prueba’, respondieron, ‘no cumple los requisitos. Vaya a un
laboratorio privado, fue la sugerencia’.
Por: Jorge Richter Ramírez
Abrió los ojos, miró de un lado para el
otro. Se levantó, aún era temprano, encendió el televisor, vio algo de
noticias. Planchó la camisa blanca. Preparó un desayuno simple. Ya su vida era
simple, en soledad, con los hijos grandes. Miró de reojo esa noticia que hablaba
de una extraña enfermedad. Algo que viene de lejos. Pensó, como muchos, que
esas cosas no pasan acá. En fin, se dispuso a consumir un día más. Salió a la
calle, caminó entre la muchedumbre. De pronto el café de siempre frente a él.
Ahí los amigos, también los de siempre. Saludó a todos y entregó un abrazo
cálido. Hoy, ellos eran su familia. Rieron a momentos, carcajadas que movían
sus dientes. Y de pronto serios, callados. Alguien dijo que parecía que iban a
prohibir salir de casa, que la cosa se había puesto difícil. Se despidió de los
amigos. “Adiós muchachos”, les dijo, “mañana los abrazo nuevamente”.
Caminó pensando ir a casa, como cada
día, pero cambio de idea. Subió a un taxi. Habló con el chofer. Comentaron de
política, pero más de fútbol. El conductor le preguntó si sabía de esa
enfermedad de la que todos hablan. Dijo que no. Llegó a destino, pagó la tarifa
del viaje. Entró a la casona vieja, varias de las mesas estaban ocupadas por
turistas, encontró un espacio para él solo y se dispuso a almorzar en aquel
lugar de viejos recuerdos. Desenterró algunos momentos, con ella comían ahí los
domingos. Era su espacio y su momento. Para los dos solos, como él lo estaba
ahora. Pensó en lo feliz que fueron. Comió. Aquella sopa estuvo mejor que
nunca. Pensó en ella otra vez. En voz baja dijo para sí que la extrañaba,
también que mantenía su amor por ella a pesar de su partida. Fue un día
diferente, atípico. La ceremonia dominical pasó a miércoles, él no sabía por
qué y tampoco le importaba.
Quiso volver a casa caminando, no hacía
frio, lo acompañaba una sensación de tristeza y de extraño presentimiento. Se
cansó, ya tenía algunos años encima, de esos que cansan por solo tenerlos.
Pensó que la edad nos reduce a todos, pero no se sintió mal por ello. Hizo una
pausa, volvió a emprender la caminata, ahora a un ritmo más lento, casi como un
paseo matinal. Al fin en casa, subió las escaleras que lo conducían al primer
piso, lo hizo apoyado en las barandas, con un pequeño descanso antes de llegar
al último peldaño. Abrió la puerta, se fijó que una ventana estaba abierta,
preparó en la cocina un café suave, buscó esas galletas a las que nunca
renunció, encendió la radio, quiso fumar, prefirió que no. Escuchó una noticia
infrecuente, impensada: desde mañana las personas de su edad no podrán salir a
la calle. Una enfermedad extraña está matando gente, hay miedo y nadie sabe
explicar qué pasa. Terminó el café, enfiló hacia el almacén, compró algunas
cosas y se encerró en su casa, con la vista fija en el televisor y un temor que
lo agitaba.
Pasaron los días, habló con su hijo y
con su hija. Le dijeron que se cuide, que cuando todo sea normal, volverían al
país a visitarlo. Quiso dormir, no podía, pensó que era insomnio. A última hora
durmió un poco. La siguiente noche, menos. Las noticias solo hablaban de
contagios y muertos. Cada día más estadísticas y más aterradoras. Pensó en sus
amigos, hablaba con ellos, ya no los podía ver. Extrañaba los abrazos de cada
mañana. “Las cosas están cada vez peor”, dijo.
Pasaba horas en la ventana. Una tos
molesta hizo que prepare un té caliente y se recueste antes de lo habitual. Las
noticias seguían dando reportes estadísticos de contagios y muertes. Otra vez
sin dormir, la cama de siempre ahora le parecía incómoda, fue a buscar un vaso
de agua, era media noche, traspiraba, había fiebre en su cuerpo. “¿Qué hago?”,
pensó, “si no puedo salir”. Tomó un par de pastillas y tuvo unas cortas horas
de sueño. Despertó inquieto, con el cuerpo mojado en sudor. Pensó en esa
extraña enfermedad, vio el número de emergencia en el televisor. Llamó, le
hicieron preguntas, se puso nervioso, respondió sin explicar bien lo que
sentía. “Lo llamaremos”, le dijeron, “está usted bien, esto pasará pronto”.
Preguntó si podían hacerle la prueba de
contagio, quería saber si la extraña enfermedad estaba en él. La tos constante
lo perturbaba, la fiebre también. Pasaron unos días y nada cambió. No olvide
tomar sus pastillas era los que siempre escuchaba. Su hijo lo llamaba, su hija
también. No quiso alarmar a nadie. Volvió a contactarse con el número de
emergencias. “No le podemos hacer la prueba”, respondieron, “no cumple los
requisitos. Vaya a un laboratorio privado, fue la sugerencia”.
Buscó un laboratorio, esperó su día de
salida, la tos no lo dejaba respirar, pidió hacer la prueba de la extraña
enfermedad. “Son mil pesos”, le dijo una señora seria. No tenía esa cantidad,
volvió a casa sin el test. La fiebre marcó 38,4 en el termómetro. Ya no pudo
pararse más en la ventana. Las fuerzas le alcanzaron apenas para llegar a la cocina.
Preparó ese té caliente que necesitaba, se le cayó la taza, la angustia se
instaló en su rostro. Sonó el teléfono, pudo atender, una voz le dijo que
mañana lo buscarían para hacerle el test, que el señor ministro ya lo había
autorizado. Intentó decir que ya era tarde, pero le salió un gracias. Se quedó
en la sala sobre un sillón, pensaba en ella, los amigos y sus hijos. Dejó de
toser, la fiebre se transformó en fría humedad. A la mañana siguiente, tocaron
el timbre y ya nadie abrió. Le comunicaron al señor ministro que no utilizaron
el test, que hallaron a la persona muerta en su casa. El ministro pensó: “En
fin, tenemos una prueba más”.
Tenemos la premura de hacer tests
masivos para los bolivianos. Es urgente que los laboratorios privados realicen
pruebas de diagnóstico de contagio del COVID-19, y sea el Gobierno nacional el
que asuma los costos de estas mediciones.
Jorge Richter Ramírez, politólogo
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