Las casetas del populoso mercado Mutualista en Santa Cruz comenzaron a quemarse la noche de ayer domingo, justamente al día siguiente de que los gremialistas anunciaron que no acatarán el anunciado paro de 48 horas decidido por la Gobernación y el Comité Cívico cruceños, a la cabeza de otras instituciones totalmente controladas por la derecha, como la Universidad Gabriel René Moreno. Aunque se desconocen las causas que originaron este desastre, llamó enormemente la atención que los pocos hidrantes de la zona no tenían agua, por lo que el fuego que inició en algunos puestos pudo extenderse rápidamente. Vanos fueron los esfuerzos de los comerciantes, que trataron de recuperar la mercadería que tenían en sus kioscos, arriesgando sus vidas. Con la llegada de los bomberos y colaboración de los mismos comerciantes se combatió el siniestro; luego, cuando arribó al lugar Luis Fernando Camacho, fue recibido con mucha hostilidad porque varios comerciantes abiertamente lo acusaron de estar detrás
Por: Mercedes
Gallego
Nueva York, 12 abril 2020
No es cierto que el coronavirus
haya igualado a ricos y pobres en la enfermedad y la muerte, por mucho que Tom
Hanks, Boris Johnson y el Príncipe de Gales se encuentren entre los afectados
-todos fuera de peligro a estas alturas-. Puede que el virus no haga preguntas,
pero a los ricos de Nueva York no los ha encontrado en casa.
Cuando Estados Unidos supera ya a
Italia en número de fallecidos, al alcanzar ayer las 19.882 víctimas desde que
comenzó a extenderse la pandemia, y cuenta con más de medio millón de
ciudadanos contagiados (514.415), casi un tercio del total de 1,7 millones de
afectados en todo el mundo, Nueva York tiene la triste marca de registrar una
muerte por coronavirus cada dos minutos.
El mapa de la epidemia por
códigos postales pinta una realidad a colores que no deja dudas. De entre los
veinte barrios con menos casos de contagio, todos menos uno son los más
acaudalados. Manhattan se ha quedado vacío. Las sirenas aúllan porque traen y
llevan enfermos a los hospitales, que esta semana han llegado a registrar 824
muertos en un solo día, pero quienes tenían vistas a Central Park han salido de
la ciudad en aviones privados y se han alquilado casas multimillonarias en Los
Hamptons, el área costera de Long Island en la que veranean.
Hasta ahí les llevan a domicilio
lo que más echen de menos la empresa de helicópteros Blade, el Uber de las
hélices, que a pesar de cobrar entre 500 y 700 euros por entrega, dice haber
recibido un aluvión de pedidos. Solo en Southampton, la población ha pasado de
60.000 a 100.000 habitantes. Los nuevos residentes pagaban lo que fuera por
salir de la Gran Manzana y tener una cuarentena de lujo.
El inversor inmobiliario Joe
Farrell dijo haber alquilado una de sus mansiones en Bridgehampton a un magnate
del textil desesperado por abandonar la manzana podrida que ha pagado dos
millones de dólares (1,8 millones de euros) por la temporada completa hasta
final de agosto. Diez habitaciones, 15 baños, una bolera, sala de cine, pista
de patinaje y, por supuesto, piscina climatizada al lado del mar, por si el
verano tarda en llegar.
Trabajadores y mendigos
Con Manhattan abandonado a las sirenas de las ambulancias, una organización evangélica que predica el odio hacia los homosexuales y el islam ha levantado un hospital de campaña en pleno Central Park para acompañar a los enfermos de coronavirus en su duelo con la muerte. Es otra imagen apocalíptica difícil de encajar en el Nueva York de la pandemia, donde se puede pasear por en medio de la Quinta Avenida sin mirar atrás.
Al vaciarse las calles, la
miseria ha quedado al descubierto. Los sintecho no tienen dónde esconderse y ya
no quedan ni Starbucks en los que puedan colarse para usar el baño. Son los
únicos que habitan las calles y duermen en el mundo subterráneo del metro,
donde se mezclan con los obreros que no han podido escapar del trabajo.
Atrapados entre el miedo a quedarse sin él y el miedo a caer enfermos, los que
ni siquiera tienen cualificaciones para el teletrabajo siguen cogiendo el
transporte público cada día para abastecer los supermercados, cocinar en los
restaurantes o pedalear en el reparto a domicilio. Una encuesta del Pew Center
reveló que a la mayoría de los neoyorquinos que ganan más de cien mil dólares
les mantendrían el puesto si perdieran dos semanas de trabajo por enfermar de
coronavirus. La pandemia está exponiendo las bisagras chirriantes de un sistema
que las ocultaba con demasiadas luces de neón.
La ciudad que nunca dormía tiene
ahora un toque de queda y la hora punta es más punta que nunca. Al atardecer,
cuando acaban el turno y cierra todo, los peones se quitan la mascarilla y se
amontonan a la entrada del ferry de Staten Island, como si las precauciones del
día fueran un teatro para tranquilizar a los que cogen la bolsa que entregan
casi sin tocarla.
Un dormitorio para todos
El 75% de estos trabajadores que
han quedado en primera línea de fuego pertenecen a minorías étnicas, según un
estudio del interventor público de la ciudad Scott Stringer. Los hispanos
representan el 60% de quienes hacen los trabajos de limpieza y los negros el
40% de los que operan el transporte público.
Por lo mismo, son los que más
muertos aportan a la pandemia. El 34% de las víctimas en Nueva York son
hispanos, el 28% afroamericanos. En Estados como Louisiana, donde las
disparidades sociales son todavía mayores, los negros suponen el 70% de las
víctimas, porque esta población marginada ya sufría más diabetes, hipertensión
y otros males de la comida basura asociada con la pobreza. Contener la enfermedad
fuera del núcleo familiar es casi imposible. ¿Cómo se pone a alguien en
cuarentena cuando duermen tres generaciones en un apartamento de un solo
dormitorio?
En las próximas semanas ellos
seguirán abasteciendo los supermercados y las estadísticas. Los ricos se
espantarán cuando encuentren sus calles tomadas por los mendigos y las colas de
parados esperando un plato de comida a las afueras de su iglesia, pero no hay
duda de que esta primavera arrojará más luz que ninguna otra sobre las miserias
del capitalismo en la hoguera de las vanidades.
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